Perpetua

(48″ x 42″) Óleo sobre Tela, 2014

Año 202 D.C. Una fuerte persecución se desató bajo las órdenes del emperador Séptimo Severo contra todos aquellos que no rindieran culto al dios del imperio romano; “el sol invicto”.

Vibia Perpetua, una joven cristiana de familia noble, junto con sus esclavos Felicitas, Rebocato, Saturnino y Secúndulo, fueron arrestados y llevados al calabozo en espera de su condena. Su martirio sería el evento principal en la arena de Cártago, en África del norte. El motivo: entretener a la multitud en las festividades reservadas para el aniversario de Geta, hijo del emperador.

El padre de Perpetua era influyente, por lo que se le permitía visitarla e intentar persuadirla en contra de su fe. Era una mujer instruida y educada, lo cual permitió que ella misma redactara gran parte de la historia de sus sufrimientos. La culminación del martirio fue descrita por el guardia romano Pudente, quien se burlaba y escarnecía incisivamente a “los cristianos”, hasta que éstos se ganaron su respeto y terminó profesando la misma fe.

Las cartas de Perpetua eran leídas constantemente en las iglesias, eran tan populares que Agustín de Hipona, comúnmente conocido como San Agustín, se vio forzado a escribir protestando que no eran de la misma importancia que las Sagradas Escrituras…
Actualmente, poco se les recuerda, el tiempo ha ido empolvado las letras y tan sólo se les conserva como uno de los escasos y antiguos documentos escritos por una mujer.

“Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: Padre, ¿no ves ese jarro?… ¿Acaso puedes llamarlo con un nombre que no le designe por lo que es? -No, de ninguna manera, replicó él. Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana. Al oír la palabra ‘cristiana’, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron.

“En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable pues la prisión estaba llena, pero mi mayor preocupación era por mi pequeñito. Los soldados nos trataban brutalmente”.
A estos mártires se les unió voluntariamente Sáturo, el ministro que les había instruido en la fe. Y juntos, los llevaron a un juicio público… a la plaza del mercado para juzgarlos ante la multitud.

“Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: ‘Apiádate de tu hijo. Hija mía, ten compasión de mis canas; ten compasión de tu padre, si es que merezco de ti el nombre de padre. He hecho con el trabajo de estas manos que llegases hasta la flor de la edad. Mira a tu madre, mira a tus hermanos, mira a tu madre y a tu tía materna, mira a tu hijito que no podrá sobrevivir a tu muerte’. Me besaba las manos, se echaba a mis pies, y con lágrimas me suplicaba, llamándome no hija, sino señora suya. Yo era la primera en sentir la tristeza de mi padre. El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome: ‘Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores’. Yo respondí: ¡No! ‘¿Eres cristiana?’, me preguntó Hilariano. Yo contesté: Sí, soy cristiana.

“Como mi padre persistiese en apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataban a mi padre ya anciano. Entonces el juez nos condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión.

Unos días antes del martirio, el cuerpo de Secúndulo halló descanso en la fría oscuridad de la mazmorra y Dios contestó las oraciones de los mártires permitiendo que Felicitas con ocho meses de embarazo diera a luz una pequeña bebita la cual fue adoptada por una familia cristiana.

“Y como se quejase por los dolores del alumbramiento, díjole uno de los guardianes:
—Pues si ahora sientes esos dolores, ¿qué será cuando seas echada a las fieras?
—Ahora soy yo la que sufro —replicó ella—, pero allí otro será quien sufrirá por mí, ya que yo sufriré por Él.”
El día del martirio los cuatro caminaron como quienes caminan al cielo, levantaron su voz glorificando a Dios y recitaban salmos realmente contentos. Las sonrisas de los espectadores se fueron desvaneciendo y una muchedumbre morbosa gritaba furiosa: ¡que los azoten, que los destrocen, suelten a las fieras para que se alimenten de ellos!

Queriendo complacer a la multitud les azotaron antes de dar comienzo a los juegos. Los hombres murieron desgarrados a zarpazos y la gente se mofaba. A Perpetua y Felicitas las arrojaron a una vaca salvaje, la cual violentamente las lanzo por los aires, y las remató en el piso. Perpetua cayó de espaldas, su vestimenta rota dejaba al descubierto sus muslos ensangrentados mas ella, poniéndose en pie, arregló sus vestidos y al ver que su cabello revuelto se encontraba disperso como en señal de desconsuelo, inmediatamente con aire resuelto se recogió el cabello, porque aquello era…, era sufrir por Aquel que sufrió lo inimaginable, por Aquel que lo había dado todo por amor… para Perpetua sufrir por su Dios y Señor era un gran privilegio.

La Porta Sanavivaria se abrió y Vibia Perpetua cruzó como quien cruza este mundo con los ojos fijos en su Señor, o perdidos ya en Cristo. Dócilmente postró sus rodillas y entregó al verdugo su vida, el cual temeroso ante tanta esperanza erró el golpe y no acertó sino hasta que ella le dirigió, como si necesitara tener su permiso…

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